La fascinación que produce en mi "Ciudadano Kane" es de tal magnitud que cada vez que en algún canal de TV la ponen, tengo que terminar de verla, sea desde el punto que sea.
En aquella cada vez más lejana adolescencia leí la biografía sobre Welles escrita por Barbara Leaming donde contaba esa juventud fascinante, en la que influyó una madre que le encargaba resúmenes de obras de Shakespeare para representar en un teatrillo de marionetas, un viaje por España donde se iba de putas o debutaba como matador de toros, la fascinación por uno de sus profesores que podía haber ido a más perfectamente, dicho por el propio Orson, la vuelta siempre a Shakespeare, la propia conciencia de ser un genio, el saber por qué en la escena en la que Kane dice la palabra "Rosebud" antes de morir sus labios están entre la nieve.
Gracias a mis amigos, por un lado quienes nos recomendaron el viaje, por otro quienes nos acompañaron en el viaje, visitamos el Castillo Hearst en California. Ese lugar trasunto del Xanadú de Ciudadano Kane, ¿o era al revés? Disfruté aquella visita como si me estuviera colando en el escenario de la película que más me gustaba.
Podría escribir mucho más, pero sería inútil. Ningún libro puede abarcar la grandeza de Welles. Podría hablar de "Sed de mal", película inquietante y donde saca agua del desierto. Podría hablar de muchas más, pero sería inútil: ningún escrito puede abarcarlo todo, ni siquiera una parte significativa.
En resumen, en el centenario de su nacimiento gracias Mr. Welles por habernos mostrado cómo cambiar las cosas y hacerlas bellas e interesantes.
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